18 abr 2012

EL Sueño De Walt. (Hº de una resaca #17/Año 2)

Desperté. Rompí a llorar.
- Eh, vamos chico, respira hondo - exclamó una voz al otro lado del muro.
Era una voz rota, una voz mucho más rota que cien alcantarillas, y profunda, profunda como si todas las vidas de uno mismo hubieran pasado por aquella garganta honda. Hablaba castellano con un extraño acento anglosajón, era una voz pausada.
- Ey chico, venga… - repitió tranquilo.
Pero aquella noche en aquel cuarto oscuro yo no podía dejar de llorar.
- Venga, sé un hombre, levántate, esto no durará mucho.
- No es esto lo que me preocupa - balbuceé entre sollozos.
- Toma, coge, ahí va un pañuelo.
Me pasó un pañuelo de tela blanco a través de las rejas, pude ver la mano girar desde su celda, una mano anciana, de pelo cano, arrugada, arrugada y pálida como el pañuelo que la acompañaba, con dos iniciales grabadas en color plata. “W.W.”



- ¿Estás mejor?
- Sí, estoy mejor. Gracias.
- Bien, entonces deja ya de llorar chico, la vida es maravillosa, vale que a veces nos envuelva en papel de lija, áspero y cruel como una víbora, pero todo pasa, al final todo vuelve a su cauce, ya verás, confía en las palabras de este anciano. ¿Cómo te llamas chico?
- David, me llamo David. ¿Y usted?
De pronto, un gendarme irrumpió en el pasillo arrastrando a otra pobre alma a ese rincón de estercolero, lo dejó en su calabozo, roncaba como un demonio. El gendarme silbaba “Le san fan de la patrí… lalalalala lalala”, y de vuelta al pasar por mi celda, se paró y me dijo:
- Hombre, ya despertó el españolito bravucón, parece que ha hecho un nuevo y extraño amigo, el señor delirio, ah sí sí, tenga cuidado de sus historias y no se deje embaucar, ¡españolito!
Sonrió con cara de lerdo y volvió sobre sus pasos.
- ¡Ey chico, no le hagas caso, está perdido. Y dime, ¿por qué te han traído?
- La verdad es que no lo recuerdo bien, eh…
- Walt, puedes llamarme Walt.
- Vera Walt, estoy de ruta por el Mediterráneo, tocando la guitarra, pidiendo en las calles, ya sabe, un poco de acción y suspense vital, Montpellier es un lugar agradable y llevo aquí unos cuantos días, me gustan sus parques y hay un rincón cerca de la playa donde poder dormir tranquilo por la noche.
- Sí, pero eso no te ha traído hasta aquí, ¿verdad?
- No, no directamente Walt, la otra noche conocí a una mujer…
- Chico, una mujer…
- Belladona, hermosa y chiflada. Camarera de “Le Dahlia noir”. Y bueno… nos llevamos bien… quizá demasiado bien, una fuerte energía, congeniamos, pasamos juntos una noche , pero el caso es que ella… ella estaba con alguien, y de repente se esfumó con él.
Para calmar la fiebre bebí más de la cuenta, comencé en la parte vieja, en los bares del jazz, ya sabe, la parte de la calle larga que llega hasta La Place de la Comédie,  y termine en el "Apollo".

Allí debió pasar algo gordo, porque lo último que recuerdo es a unos tipos gritando y zarandeándome, creo que les lancé la guitarra, se la estallé en el rostro a uno de ellos, y luego de pronto llegaron los gendarmes y me golpearon en la nuca. Lo siguiente que vi es este cuartucho de barrotes, y el resto, ya es historia.
- ¿Y por eso llorabas?
- No Walt, no era por eso. Lloraba por la vida y la nostalgia.
- ¿Por la vida? ¿cómo se puede llorar por la vida y la nostalgia? Mira chico, he pasado toda mi existencia lejos del lugar donde nací, viajando, dando vueltas por el mundo, y nunca he dejado de sentir nostalgia de todos los seres que me he cruzado en el camino, incluso de aquellos seres que no eran humanos, de todos y cada uno de los latidos y pálpitos de sus bellos recipientes. Pero esa nostalgia no me hace llorar la vida, ¡al revés chico!, me hace sentirme de todos y cada uno de ellos, de vosotros. Cada día que amanece, aunque sea en letrinas como esta, es un nuevo día y hay que vivirlo y exprimirlo hasta decir basta. Están las carreras, el ajetreo de los suburbios, las fiestas en la playa, las manadas de búfalos, la ballena y su cría,  las fogatas en el campo, los días de picnic con amigos, las vidrieras de Broadway, ¿Has estado en Broadway?, deberías ir y caminar con la cabeza alzada hacia las nubes, o pasear por las playas de Brighton, recorrer los caminos del día y los caminos de la noche atravesando el espacio, chico, no puedes llorar por la vida, no puedes permitírtelo.

Su voz, era ahora mucho más pesada, casi infinita, no podía verlo por el muro de cemento que nos separaba, pero sentía su espalda apoyada en la mía, en el mismo lugar de aquel muro que se estaba construyendo de palabras y de verbos.

- Si Walt, todo eso es genial, y es por eso,  precisamente es por eso que lloro, porque a veces la belleza del mundo me extasía, me zarandea, no poder abarcarla, ver la grandeza del mar desde dentro en la madrugada, ver a través de los ojos de la noche la hermosura prodigiosa de la vida, y saber que la estás perdiendo a cada brizna de aire que te roza, es tan, tan injusto Walt. La verdad es que no puedo con la pérdida, a veces me sobrepasa la ausencia, por eso viajo solo y ahogo mi alma en alcoholes aguardientes. La ausencia me ataca en todas las habitaciones de mi vida Walt, viene de repente como un cuervo negro y se agarra a mi hombro, desde la primer hora de la sombra hasta la llegada de la luna, allí se queda, recordándome todo el desorden de mi vida, el maravilloso desorden de mi vida, y la necesidad de mirar a la botella para que el cuervo vuele de mi hombro, y entonces me veo como un hombre basura, tirado como una lata, espoleado en los bares, malgastando saliva pensando en la ausencia que nos va llegando minuto a minuto, y en los ausentes, y en sus actos. A veces Walt, sueño con la derrota de la muerte y sin embargo sé que preparo  mi alma para ella, entonces me siento viejo, estrangulado en habitaciones de fiebre como esta.
- Mira chico, si quieres recrearte en soledades, hazlo, pero te diré algo: La vida es habitar todos los corazones de los hombres, aunque estés solo, sentirlos tuyos como tú de ellos, y a la vez despojarte de todo lo conocido. Chico, la pérdida, la ausencia, la muerte, nos sobreviene a todos, pero créeme si te digo que ni el joven muchacho que murió, ni la joven enterrada a su lado, ni el anciano que vivió una vida inútilmente y lo sabe, serán olvidados, ni ninguna cosa de la tierra ni de sus más remotos sepulcros.
Chico, te contaré algo: Cuando yo nací, los ciclos transportaron mi cuna remando y remando por los ríos de la vida. Para que yo pasara, las estrellas cumplieron su órbita y enviaron su influjo para cuidar lo que al fin me recibiría. Incluso antes de que yo naciera de mi madre, las generaciones me guiaron, mi embrión no murió nunca y nada pudo oprimirlo. Y ahora estamos aquí chico, en este lugar, tú y yo con nuestra alma robusta. ¿Cómo podemos llorar sobre la vida?. ¿Como puedes?.
- Es precioso Walt, hablas como un profeta, ahora mismo daría el último euro que me queda por poder mirarte a los ojos y estrecharte la mano.
- Chico, no es necesario que te mire a los ojos para que sienta el mono de tristeza que palpita en tus retinas, y hazme caso, deshazte de él, extravíalo, mira atrás y siéntete satisfecho con el pasado, aun con todos los errores, y aprovecha el vuelo de tu juventud, camina.
- Tienes razón Walt, tienes razón. Lo intentaré. De veras que lo haré.

Entretanto hubo un silencio, creo que ambos estábamos pensando en la vida y en salir pronto de esa celda para poder gritar y saltar y seguir caminando.
- Walt, ¿por qué está aquí?
- Mira chico, eso no importa, pronto ya no estaré aquí, es cosa de la vida, así es el camino, pero tienes que saber que larga es la distancia que he recorrido sólo para hablarte y oírte, porque no podía irme sin haberte hablado y sentido. Ahora nos hemos conocido, quizá incluso nos hemos salvado, y cada día al atardecer estés donde estés, te mandaré mi abrazo.

De nuevo comenzó a invadirme el balbuceo y alguna lágrima rodó por mis mejillas hasta que caí dormido en un plácido sueño de discursos bellos y mujeres. A veces hay que llorar como un niño para despertar como un hombre.

-Vamos españolito, es hora de irse, ya has dormido bien la borrachera, si te volvemos a encontrar montando jaleo, la próxima vez no pasaras aquí sólo una noche, ¿entendido?
- Ok señor Gendarme, entendido…
El gendarme abrió la puerta de la celdilla, salí, estaba algo nervioso por poder mirar a Walt y darle la mano, con mi aliento reseco y las cuencas de los ojos vacías. Pero al girar, en la celda de al lado no había nadie.



- Señor gendarme, perdone, ¿y el hombre que estaba anoche en esta celda?
El gendarme me miro de arriba abajo;
- ¿Qué hombre?.


Un relato de Zarain.

Ilustrado por;
#1 Mr Hojas (www.astrogorestudio.wordpress.com/) 
#2 Rafa G. (www.trespuntoceroweb.com)

“Desayuno Con Diamantes” (Hª de una resaca #16 /Año 2)

-¡Los hombres sois unos cobardes!-. Gritó borracha y bravucona bajo el manto de la noche hermosísima donde nos movíamos en la madrugada como animales. Había un vaso vacío de Seagrams, una espuela de oro en su flequillo, la máquina de tabaco rugiendo asesinada por los bárbaros dedos de la metralla y las fieras. Y yo a su lado, medio hombre con suerte que pensaba en memeces mientras estaba allí sujetando su espalda descubierta. -No, los hombres no queréis, no habláis, sois tontos y orgullosos-  repitió delicadamente en mi oído.

Quizá tenía razón, vi a los hombres de mi alrededor tirados como perros callejeros panza arriba, durmiendo extasiados en las estrellas bajo la lluvia, orgullosos y tontos, es cierto, y perdidos. Más aún, extraviados locos, malqueridos, desnudos ante la vida, porque todos sabemos que la vida es un regalo o es un dolor, y aquí, cada cual elige a su compinche.
Hombres, héroes todos o ninguno, hombres tullidos, emocionalmente mancos, figuras mitológicas del abandono que habitan los bares iluminados bajo los focos de los corazones rotos, cercanos a los camareros de siempre. El robusto chicano que me invitó al “Acapulco”, ese Bar-Man que conoce bien a los clientes, la chica de cabellos rojos tatuada que brilla como soles de esmeralda tras los faroles de la barra, amamanta a los caníbales, nos ceba, cría a los clientes que como yo, por la noche, nacen solos, viven solos, y a veces tenemos la suerte de morir acompañados.

Ellen era bella, como Audrey Hepburn y el brillo de sus ojos en Desayuno con diamantes, la noche se abría en su hombro con un fulgor de beso y labios rojos, descuidada, fumaba dentro de los bares pidiendo guerra, pequeña amazona sensual y miscelánea, cabaretera, envuelta en tules, la más impactante mujer de mi universo conocido.



-¿Quieres otra Seagrams Ellen?
-¿Vas a invitar tú?
- No, pero podemos probar suerte con el camarero, te mira con ojitos.
- Una más, y me voy a casa, que te conozco…

Bajó la mirada. Tenía el peso de tristeza que una vez compartimos, estaba de nuevo volviéndose a marchar. Sentada en la barra, a mi lado pero lejos, siempre lejos, nunca terminó de llegar, y ya no estaba.

Recuerdo el primer momento, (quien lo diría, un primer y único momento latente en la memoria para siempre), ya era de día y ella era una flor radiante de veintipocos años, hablaba sin parar y yo escuchaba, (raro, se ve que la edad me ha vuelto parlanchín y zafio), estábamos en  un portal con forma de Arabesco, entre los arcos moriscos y los besos.
Allí, como un caudal de energía que deja fluir su corriente, nos besamos con sabor a fruta y alcoholes aguardientes, asistí al mejor beso de la tierra, y lo peor de todo es que lo supe, aquel primer beso, aquel primer contacto irrepetible uniendo en nuestras bocas entes de otras vidas, millones de lenguas resbalando atadas en nosotros, dos borrachos asfixiados por la vida amaneciendo, la suavidad de la lengua roja repasando el borde superior del labio, exhalación de aire y de deseo. Sin darnos cuenta yacíamos en la habitación de un hotel colonial avejentado, el mueble bar derramado, la piel húmeda, despiertos los instintos, una estancia llena de calores, el cerrojo de su ingle desabrochado, tambores que anunciaban la sed, el ansia, los hombros desnudos, el vello de su nuca, las medias caídas, pañuelos de gasa en las muñecas mínimas, casi minúsculas. Recuerdo bien el tacto primigenio de su clítoris, su mirada encendida y tímida. Yo me inclinaba para tocar su sexo con mi lengua, hundiéndola en las mejillas de su pubis. El placer de los aromas inguinales, un contraluz purpúreo en las esquirlas de las formas, los espejos azules, el reflejo de su cuerpo en el mío cuando estoy dentro de ella, la aspiración boca a boca, hilo de líquido que acariciaba nuestra libido. Todas las persianas de la tierra echadas en esa habitación que recorría los instintos, las risas cómplices del durante, embestidas de cielo y de placer. Ella recogía sus pechos y los izaba mientras con mis dedos trabajaba su sexo, arqueaba la espalda, se revolvía entre las ligas negras que brillaban en los escasos rayos luminosos que dejábamos entrar en aquella sala de delirio, veneno y vicio. Una y otra vez los tactos erizados, yo cercaba su cintura con la mía, el choque de las pelvis como trenes enfrentados, y por fin, un estremecimiento digno del mejor amanecer del mundo. Su alarido suave y terso dejando reposar por fin al cuerpo liberado. La paz, la calma.

-He vuelto a ti como esa actriz desfigurada que lejos del fulgor de los focos, se siente tentada por el sabor de lo perdido.
- No digas eso Ellen, no has vuelto a nada, es cuestión de tiempo que él aparezca, sólo es una mala racha.
-¿Una mala racha?, todos sois iguales, nunca vais de frente.
- Venga Ellen, vámonos, deja la copa, te acompaño a casa, estás borracha.
- ¿Que me acompañas a casa? ¿qué tenemos, quince años?, ¿o es que vas a ser mi Ángel de la guarda eternamente?, ¡no lo seas!
-Ellen, no digas eso, deja que te lleve.
- Sin beso David, llévame pero sin beso, que quede claro.

La dejé sobre la cama dormida, el olor de su piel rezumaba sobre mí, un olor que jamás se olvida, un olor que es un viaje al pasado y un chute de heroína. No, ninguna piel se olvida.
Había recuerdos de su viaje a India y a Tailandia repartidos por la estancia, pastillas contra el dolor de alma y algún omeprazol. Las sábanas negras y moradas como a ella la gustan.
Ellen, qué profundamente delicada y bella tendida en su palacio de cristal abuhardillado.



Avancé por la casa, la miré una última vez, como en los viejos tiempos cuando salía a la playa en la mañana y ella seguía durmiendo hasta el final del mediodía. Me revestí de ausencia y de pasado. Cerré la puerta y reabrí la herida.

A veces los hombres somos cobardes, casi siempre diría, y esos actos, o peor, los actos que no cometemos atenazados por el miedo, el estúpido miedo a ser de verdad un hombre, se vuelven errores que nos persiguen eternamente en cada trago.
Sentados en taburetes de bar hacemos llamadas por nuestros teléfonos, llamadas a nadie, sin destino expreso, llamadas que se saben perdidas y que dejan un regusto amargo en el paladar. Colgamos y pedimos otra copa, intentamos sonreír, pensamos la vida.


Un relato de Zarain.

Ilustrado por;
#1 Rafa G. (www.trespuntoceroweb.com)
#2 Mr Hojas (www.astrogorestudio.wordpress.com/)